El acero inoxidable surge a comienzos del siglo XX como respuesta a una necesidad técnica largamente perseguida por metalúrgicos y químicos de renombre internacional, especialmente en Estados Unidos, Alemania y Francia. Tras décadas de investigación, el objetivo era claro: desarrollar una aleación que, sin renunciar a las propiedades mecánicas del acero convencional —tenacidad, maleabilidad y ductilidad—, ofreciera una resistencia intrínseca a la oxidación, es decir, que pudiera “sobrevivir” al contacto con agua, lluvia y agentes corrosivos comunes sin deteriorarse como lo hacía el acero ordinario.
Aunque la combinación elemental de hierro (Fe) y cromo (Cr) ya se conocía antes del siglo XX, la historia del acero inoxidable está íntimamente ligada al descubrimiento y aislamiento del cromo metálico. Como ocurre con muchos elementos, una vez se logra aislar un metal, se busca inmediatamente una aplicación práctica. El cromo puro, sin embargo, resultaba demasiado duro, frágil y rígido para ser utilizado directamente, aunque se sabía que poseía una extraordinaria resistencia a la corrosión gracias a su capacidad para formar una capa superficial de óxido de cromo (Cr₂O₃) que, a diferencia del óxido de hierro (Fe₂O₃), permanece adherida al metal, protegiéndolo de forma pasiva y duradera.
Partiendo de esta propiedad, numerosos investigadores intentaron crear una aleación hierro–cromo que combinara la resistencia mecánica del hierro con la protección anticorrosiva del cromo. Existen registros de aleaciones Fe–Cr desde mediados del siglo XIX, obtenidas mediante la reducción de óxidos de cromo en presencia de coque o carbón vegetal. En estos procesos, el hierro fundido absorbía el cromo metálico, liberando oxígeno que reaccionaba con el carbono para formar monóxido (CO) y dióxido de carbono (CO₂), dando lugar a una aleación resistente a la corrosión pero extremadamente frágil, capaz de pulverizarse con un golpe leve. En el contexto de 1890, tales materiales eran impracticables.
El principal obstáculo residía en las impurezas: contenidos de carbono (C), fósforo (P) y azufre (S) que alcanzaban hasta un 3–5 % en masa, generaban carburos, fosfatos y sulfuros que debilitaban la estructura interna del acero. Incluso hoy, el cromo electrolítico de pureza comercial máxima (99,999 %) sigue siendo quebradizo, lo que da una idea de la dificultad de trabajar con este metal en sus primeras etapas. En aquella época, salvo los metales nobles, el bronce seguía siendo la aleación más viable para aplicaciones exigentes. No fue hasta bien entrada la década de 1930 que se logró producir acero de calidad industrial, como se evidencia en el caso del Titanic, cuya fragilidad se analiza en profundidad en el artículo dedicado al manganeso.
El alemán Hans Goldschmidt, inventor del proceso de reducción aluminotérmica conocido como “termita”, consiguió a principios del siglo XX una aleación Fe–Cr más pura, aunque aún demasiado frágil para aplicaciones prácticas. Fue el francés Léon Guillet quien, entre 1910 y 1911, logró desarrollar el primer acero inoxidable verdaderamente utilizable, partiendo de los avances de Goldschmidt. Aunque no fue el primero en combinar hierro y cromo, sí fue el primero en obtener una aleación tenaz y maleable, apta para su uso industrial y doméstico.
A partir de entonces, el desarrollo del acero inoxidable se aceleró, perfeccionándose tanto los métodos de fabricación como la incorporación de elementos secundarios como silicio (Si) y manganeso (Mn). Surgieron los primeros aceros martensíticos, patentados por Elwood Haynes —también creador del Stellite—, y el acero Nirosta alemán, precursor de la familia austenítica. Estas tres familias principales —ferríticos, martensíticos y austeníticos— se consolidaron en la década de 1920 y, aunque sus composiciones químicas han sido ajustadas con el tiempo, su estructura básica permanece vigente. La última gran incorporación fue la familia de aceros dúplex, introducida en el mercado hacia los años 60, completando así el espectro de aleaciones Fe–Cr que hoy en día resultan imprescindibles en múltiples sectores industriales y cotidianos.