Antes de abordar el estudio individual de los plásticos, conviene establecer ciertas precisiones terminológicas que suelen generar confusión. En el ámbito técnico, el término más riguroso para referirse a estos materiales es “polímero”, lo que lleva a preguntarse cuál es la forma más adecuada de denominarlos en función del contexto. La respuesta, aunque pueda parecer ambigua, es bastante clara: todos los plásticos —entendidos como materiales sintéticos de uso cotidiano, tales como el Polipropileno (PP) o el Acrilonitrilo Butadieno Estireno (ABS)— son efectivamente polímeros, pero pertenecen a una subcategoría específica dentro de esta familia. En concreto, la mayoría de los plásticos que forman parte de nuestra vida diaria son termoplásticos, es decir, polímeros que pueden fundirse y moldearse repetidamente sin alterar su estructura química fundamental.
Aunque resulta cómodo referirse a ellos simplemente como polímeros, es necesario distinguir entre los polímeros sintéticos —como los mencionados anteriormente— y los polímeros naturales, entre los que se encuentran el ámbar, la seda o incluso el ácido desoxirribonucleico (ADN). Estos últimos, aunque poseen estructuras macromoleculares similares, no tienen una aplicación significativa como materiales estructurales, lo que justifica su exclusión en el contexto de la ingeniería de materiales. Un polímero, en términos estrictos, es una macromolécula compuesta por la repetición de unidades monoméricas, cuya fórmula química puede alcanzar niveles de complejidad considerable y cuya masa molar puede superar fácilmente los 5×10⁵ u (unidades de masa atómica). Para establecer una comparación ilustrativa, el Carburo de Silicio (SiC), ampliamente utilizado en aplicaciones industriales, posee una masa molar de aproximadamente 40,10 u, y su síntesis resulta mucho más sencilla en comparación con la elaboración de la mayoría de los plásticos, que requieren cadenas de reacciones químicas complejas y altamente controladas.
Desde una perspectiva popular, el término “plástico” evoca de inmediato objetos como botellas de Polipropileno o figuras de acción fabricadas en Policloruro de Vinilo (PVC), lo que demuestra que la definición técnica no siempre coincide con la percepción general. En realidad, un plástico es cualquier sustancia que presenta propiedades de maleabilidad, deformabilidad o moldeabilidad bajo condiciones específicas de temperatura y presión. Esta definición incluye a los polímeros sintéticos más comunes, pero también abarca otros materiales que, por razones económicas o técnicas, no se utilizan de forma generalizada. Por ello, el enfoque de este análisis se centrará en los termoplásticos, que constituyen un grupo relativamente reducido —aunque de enorme relevancia industrial— dentro del universo de los polímeros plásticos. Todos ellos comparten una característica esencial: están basados en el Carbono (C), elemento cuya versatilidad química permite la formación de una cantidad abrumadora de compuestos orgánicos e inorgánicos. Esta capacidad de formar enlaces múltiples y estructuras complejas es precisamente lo que convierte al Carbono en el protagonista indiscutible de la química de los polímeros, aunque también sea el responsable de que, en ocasiones, el estudio de estos materiales resulte tan intrincado.
Los termoplásticos constituyen el núcleo esencial de la familia de polímeros sintéticos, inorgánicos o semi-inorgánicos —algunos derivados de polímeros naturales como la celulosa— con los que convivimos a diario. Su presencia es tan extendida que incluso en regiones con limitaciones económicas severas, su uso resulta omnipresente. Esta proliferación responde a un patrón universal que no admite excepciones: los termoplásticos son económicos, de fabricación sencilla y extraordinariamente versátiles. Cada uno de ellos posee propiedades particulares que lo hacen más o menos adecuado para una aplicación específica, lo que ha permitido su integración en sectores tan diversos como la electrónica, la automoción, la alimentación, el ocio o el embalaje. La producción masiva de estos materiales ha sido clave para entender el mundo contemporáneo, en el que se fabrican diariamente cientos de miles de dispositivos, vehículos, juguetes y recipientes que, aunque en ocasiones no igualan la calidad de los materiales tradicionales, cumplen su función con una diferencia de coste abismal.
Sin embargo, esta revolución material no está exenta de consecuencias. Los plásticos, a pesar de sus múltiples virtudes, plantean serios desafíos medioambientales. Aunque algunas piezas pueden alcanzar una vida útil de hasta 150 años, esta cifra palidece frente a la longevidad de materiales como el vidrio, el acero o la cerámica. Además, la mayoría de los productos plásticos están diseñados para ser desechables, lo que ha generado una crisis global en torno a su reciclaje y disposición final. Para muchas personas, el término “plástico” se asocia directamente con contaminación, una percepción que, aunque simplificada, refleja la preocupación legítima por el impacto ecológico de estos materiales. Si no fueran tan perjudiciales para el entorno, su producción sería aún más desbordante, y probablemente habrían desplazado por completo a materiales más antiguos, gracias a sus excelentes propiedades mecánicas, químicas y térmicas.
Una característica curiosa de los plásticos —y que comparten con ciertas superaleaciones de Níquel (Ni) y Cobalto (Co)— es que suelen ser más conocidos por sus nombres comerciales que por sus denominaciones científicas. Este fenómeno puede ilustrarse con un ejemplo del ámbito farmacéutico: cuando la empresa alemana Bayer desarrolló con éxito el Ácido Acetilsalicílico, lo comercializó bajo el nombre de “Aspirin”, que no es más que una marca registrada. Del mismo modo, el Alprazolam, una benzodiacepina utilizada para tratar trastornos de ansiedad, se vende como “Xanax” en Estados Unidos y como “Tranquimizin” en España. En ambos casos, el principio activo es el mismo, pero el nombre comercial varía según la estrategia de marketing y la protección de propiedad intelectual.
Este paralelismo se aplica perfectamente al mundo de los plásticos. El nombre comercial de un termoplástico suele ser una herramienta de diferenciación y orgullo para el fabricante, que lo utiliza para proteger la fórmula y facilitar su identificación en el mercado. Además, los nombres comerciales están diseñados para ser fácilmente recordables, lo que simplifica la comunicación entre proveedores y clientes. Es mucho más práctico solicitar “40 unidades del modelo XXXXX de ABS” que decir “40 unidades del modelo XXXXX de Acrilonitrilo Butadieno Estireno”, aunque ambos términos se refieran al mismo material. Esta práctica responde tanto a la necesidad de proteger la inversión en investigación y desarrollo —que puede implicar años de trabajo y millones en financiación— como al deseo de posicionar el producto de forma efectiva en el mercado.
Por ello, en el desarrollo de este contenido, se ofrecerá siempre que sea posible tanto el nombre técnico como el comercial de cada termoplástico, aunque en algunos casos el nombre científico pueda resultar excesivamente largo o complejo. Con estas aclaraciones previas, es momento de adentrarse en las propiedades comunes que definen a esta fascinante familia de materiales.
Los termoplásticos reciben su nombre por la capacidad que tienen de ser moldeados mediante la aplicación de calor, proceso que permite su ablandamiento sin alterar su composición química. Este comportamiento térmico, que los distingue de otros tipos de polímeros, posibilita su conformado por técnicas como la inyección, la compresión, la extrusión o incluso la precipitación directa. A pesar de la creencia popular de que los plásticos arden con facilidad, muchos termoplásticos presentan una tolerancia térmica considerable, siendo incluso utilizados como sellantes entre componentes metálicos en aplicaciones que requieren resistencia hasta los 100 °C.
En cuanto a su densidad, los termoplásticos son materiales extremadamente ligeros, superando en ligereza a aleaciones como Al-Mg y a fibras técnicas como las de Si y C. La mayoría de ellos presentan densidades comprendidas entre 1,00 y 1,30 g·cm⁻³, lo que les permite flotar en agua si su densidad es inferior a 1. El caso del politetrafluoroetileno (PTFE), conocido comercialmente como “Teflón”, con una densidad de 2,17 g·cm⁻³, constituye una excepción notable dentro de esta familia. En términos de comportamiento mecánico, los termoplásticos destacan por su flexibilidad —que no debe confundirse con plasticidad— y pueden comercializarse en versiones rígidas o flexibles, como ocurre con el policloruro de vinilo (PVC), que se adapta a usos tan diversos como tuberías, juguetes o prendas de vestir.
Una de las propiedades más sobresalientes de los termoplásticos es su resistencia al impacto. Esta característica se debe a la disposición relativamente “suelta” de sus cadenas moleculares, que les permite absorber energía cinética sin fracturarse ni deformarse permanentemente. A diferencia de metales maleables o frágiles como el Cr o el Bi, los termoplásticos tienden a recuperar su forma original tras la aplicación de una fuerza, lo que los convierte en materiales ideales para aplicaciones donde la tolerancia al choque es prioritaria. No obstante, esta ventaja se ve compensada por una resistencia limitada a la tracción y a la compresión, lo que restringe su uso en estructuras sometidas a esfuerzos prolongados.
Desde el punto de vista térmico, los termoplásticos presentan una resistencia moderada, inferior a la de cerámicas y metales, aunque compensan esta debilidad con su capacidad aislante. Su elevado calor específico —cantidad de energía necesaria para aumentar en 1 °C la temperatura de una sustancia— y su baja conductividad eléctrica los hacen especialmente útiles en entornos donde el aislamiento térmico y eléctrico es crucial para la seguridad del operario. En cuanto a su resistencia química, esta varía considerablemente entre compuestos. Algunos termoplásticos superan al acero y a ciertas aleaciones de Cu-Zn en este aspecto, aunque quedan por debajo de materiales como el Ti o aquellos que desarrollan capas pasivantes de óxido. El PTFE, por ejemplo, es uno de los materiales más resistentes a la corrosión conocidos, mientras que el polioximetileno (POM) es vulnerable a ácidos fuertes como el HCl o el H₂SO₄.
El punto de fusión de los termoplásticos suele ser bajo, con excepciones como el PTFE, que alcanza los 327 °C. Al ser expuestos directamente a la llama, tienden a fundirse y liberar elementos halógenos como Cl o F, altamente corrosivos y peligrosos, especialmente en el caso del Flúor. Sin embargo, esta misma inercia química permite su uso en aplicaciones médicas, como la fabricación de prótesis. Un aspecto poco conocido por el público es su sensibilidad a la radiación ultravioleta (UV), que altera las largas cadenas de átomos centradas en el Carbono, provocando cambios de color, debilitamiento estructural y descomposición progresiva. Para contrarrestar este efecto, se emplean estabilizadores como el Cd o el Pb, que también pueden actuar como plastificantes, aunque ambas funciones son independientes entre sí.
Aunque los termoplásticos son inflamables, se consideran menos combustibles que otros polímeros, y el calor es precisamente el agente necesario para su conformado. Sus ventajas incluyen baja densidad, buena resistencia química, capacidad aislante térmica y eléctrica, excelente tolerancia al impacto, flexibilidad y plasticidad. Por el contrario, sus desventajas abarcan precios elevados en ciertos casos, puntos de fusión bajos que limitan su uso en aplicaciones críticas, dificultades en el reciclaje, vida útil relativamente corta y propiedades mecánicas —salvo en impacto— generalmente pobres. El reto medioambiental que plantean es considerable, especialmente por la acumulación masiva de residuos plásticos en ecosistemas marinos. El verdadero coste de los plásticos no reside en su precio de producción, sino en la forma en que la sociedad se deshace de ellos. Afortunadamente, la mayoría son reciclables, y cada vez más instituciones educativas fomentan una conciencia ecológica responsable entre niños, niñas y adolescentes.
Los termoplásticos, conocidos comúnmente como plásticos, se obtienen a partir de dos fuentes principales que definen su origen y condicionan sus propiedades químicas y medioambientales. El primer grupo incluye aquellas sustancias que existen en la naturaleza y que sirven como base para la síntesis de nuevos polímeros. En este caso, hablamos de plásticos de origen semi-sintético, ya que se parte de materiales naturales como la celulosa, las resinas vegetales, las gomas resinosas o ciertas fibras orgánicas. Aunque estos compuestos tienen un componente natural, el producto final —tras su transformación química— no difiere en impacto ambiental de los plásticos completamente sintéticos, por lo que su carácter “semi-natural” no implica necesariamente una menor contaminación.
El segundo grupo está compuesto por los plásticos derivados de hidrocarburos, principalmente del petróleo y del gas natural. Aunque estas fuentes pueden considerarse subproductos orgánicos, el proceso de transformación que sufren para convertirse en polímeros implica una ruptura total con su estructura molecular original. Por ello, los plásticos obtenidos de esta vía se consideran 100 % sintéticos. Esta distinción, sin embargo, no implica una diferencia significativa en cuanto a su potencial contaminante, ya que ambos tipos de plásticos —sean semi-sintéticos o sintéticos— presentan desafíos similares en términos de reciclaje y disposición final.
En ambos casos, la síntesis de polímeros requiere una serie de reacciones químicas complejas, que se desarrollan bajo condiciones controladas de presión y temperatura. Se emplean catalizadores específicos para facilitar la separación y destilación de los compuestos base, así como para promover la formación de macromoléculas mediante la unión de unidades más pequeñas. Estas cadenas poliméricas, cuya longitud y complejidad determinan las propiedades del material final, se obtienen a partir de materias primas relativamente abundantes, lo que permite una producción masiva y, en muchos casos, un coste reducido. No obstante, existen plásticos especializados cuya elaboración implica procesos más costosos y exigentes, lo que se traduce en precios significativamente más altos.
Una vez sintetizados, los polímeros suelen presentarse en forma de gránulos, que constituyen el estado primario del material antes de su procesamiento. A diferencia de otros materiales donde el color es meramente superficial, en los plásticos el color es intrínseco, es decir, se extiende de manera uniforme por todo el volumen del material. Esto se debe a que el color responde a modificaciones en la estructura química del polímero, lo que permite una pigmentación homogénea incluso en cortes o fracturas internas.
Algunos plásticos, como el PVC, pueden fabricarse en versiones rígidas o flexibles, dependiendo de los aditivos incorporados durante su síntesis. La adición de elementos como el Cadmio (Cd) o el Plomo (Pb) en pequeñas cantidades actúa como estabilizador molecular, fijando las cadenas poliméricas y mejorando las propiedades mecánicas del material. Cuando estos metales se incorporan al proceso, se dice que el plástico ha sido dopado, y los elementos añadidos reciben el nombre de dopantes. Además, para contrarrestar la sensibilidad de muchos plásticos a la radiación ultravioleta —presente en la luz solar— se introducen sustancias con propiedades barrera, que impiden la degradación de las cadenas moleculares por efecto de la luz.
Otros aditivos se emplean para mejorar la resistencia térmica, la estabilidad frente a la oxidación —recordando que los plásticos son derivados del Carbono (C)— y otras propiedades específicas según la aplicación deseada. En conjunto, estos procesos de modificación permiten adaptar los termoplásticos a un amplio abanico de usos industriales, médicos, domésticos y tecnológicos. No obstante, conviene subrayar que todo lo expuesto constituye apenas una síntesis introductoria, ya que la producción de polímeros sintéticos es una disciplina profundamente compleja que se inscribe dentro del campo de la química —principalmente inorgánica, aunque con importantes aportes desde la química orgánica y la ingeniería de materiales.