El relato del iridio está entrelazado con el de otros metales igualmente raros y nobles, como el osmio y, de manera más tangencial, el rodio. A comienzos del siglo XIX, Smithson Tennant, trabajando en estrecha colaboración con William Hyde Wollaston, emprendió el estudio de aleaciones nativas ricas en platino, procedentes probablemente de Sudamérica. Su objetivo inicial era separar y aislar los componentes individuales de esas muestras, algo que ya había permitido a Wollaston descubrir el paladio y el rodio. En el caso del iridio y el osmio, el trabajo fue conjunto: Tennant se centró en los residuos insolubles que quedaban tras someter la aleación original a reactivos capaces de disolver el platino, el paladio y otros metales menos resistentes.
Lo que quedó fue una porción sólida, dura y obstinada que se negó a ceder ante cualquier ácido o mezcla corrosiva conocida, incluyendo el temido aqua regia. Esta resistencia, que incluso hoy sigue siendo uno de los rasgos más distintivos del iridio, hizo evidente que se trataba de un metal distinto, extremadamente noble, y prácticamente impenetrable a la química de la época. Tennant procedió a refinarlo, obteniendo así el metal en estado elemental. Durante ese proceso identificó también compuestos (sales) de iridio que mostraban una gama sorprendente de colores vivos e intensos, desde amarillos profundos hasta verdes y azules brillantes. Fue precisamente esa diversidad cromática la que inspiró su nombre: “iridio”, derivado de Iris, la diosa griega mensajera de los dioses y personificación del arcoíris.
El hallazgo no solo enriqueció el grupo de metales del platino con un miembro de resistencia química sin parangón, sino que también abrió la puerta a investigaciones sobre aleaciones de propiedades extraordinarias. Sin embargo, al igual que otros metales de su familia, el iridio permanecería durante décadas como una curiosidad científica más que como un recurso industrial de amplio uso, reservado para aplicaciones tan raras como él mismo.
El iridio es, sin exagerar, uno de los metales más singulares y exigentes de la tabla periódica. De color blanco argénteo con un leve matiz dorado, se distingue por un brillo profundo y limpio que permanece inalterable con el paso del tiempo, inmune a los agentes corrosivos que arruinan el lustre de otros metales. Se ubica en el grupo del platino, con número atómico 77, y pertenece a la tercera serie de metales de transición. Es extraordinariamente escaso en la corteza terrestre, aunque resulta relativamente más abundante en meteoritos metálicos compuestos de hierro y níquel. Este hecho, lejos de ser una curiosidad menor, ha tenido implicaciones científicas notables: el iridio, al estar presente en concentraciones elevadas en dichos meteoritos, se ha convertido en una herramienta clave para estimar la edad del planeta y para identificar eventos geológicos de origen extraterrestre, como el famoso impacto que marcó el final de la era de los dinosaurios.
Su dureza es notable, alcanzando los 7.0 en la escala de Mohs, y se combina con una resistencia a la corrosión que históricamente ha sido considerada la mayor entre todos los metales. No obstante, esta misma dureza convive con una naturaleza quebradiza: el iridio no es maleable en el sentido tradicional, y bajo golpes o presiones excesivas puede fracturarse más que deformarse. Esto lo coloca en un rango mecánico similar al de otros metales extremadamente robustos como el wolframio, el renio y el osmio. Su densidad, solo superada ligeramente por la del osmio, le confiere un peso sorprendente para su tamaño, y su estructura cristalina cúbica centrada en las caras permanece estable a cualquier temperatura. Curiosamente, pese a ser un metal noble, es un mal conductor tanto del calor como de la electricidad, lo que lo diferencia de otros metales preciosos como la plata o el cobre.
A nivel económico, el iridio ha tenido momentos en los que su valor superó al del oro y el platino, aunque su precio fluctúa de forma irregular debido a su demanda limitada y a la dificultad para obtenerlo. No es un protagonista frecuente en joyería, y cuando aparece suele hacerlo como aleante en piezas de platino de alta gama o como recubrimiento para conferir un acabado noble y resistente a otros metales. Trabajarlo en estado puro es prácticamente imposible por su dureza y fragilidad, y la manufactura de piezas sólidas de iridio queda reservada a aplicaciones muy específicas y costosas.
En el terreno técnico, su capacidad para mantener sus propiedades mecánicas incluso a altas temperaturas lo hace ideal para componentes de élite, desde contactos eléctricos de larga vida útil hasta partes críticas de motores y dispositivos científicos. Sin embargo, no se alea con metales como el cobre, la plata o el oro, y su afinidad química lo lleva a combinarse mejor con metales de alto punto de fusión, en particular los refractarios y otros miembros del grupo del platino. Como metal siderófilo, presenta gran solubilidad en hierro líquido, lo que explica que la mayor parte de su reserva natural se halle en el núcleo terrestre, probablemente en cantidades superiores a las del oro o la plata, aunque muy lejos de nuestro alcance práctico.
El iridio se distingue en el ámbito de la química por su extraordinaria inercia, lo que lo convierte en uno de los metales más resistentes a la corrosión. Este metal noble permanece prácticamente inalterado frente a los ácidos más potentes, capaces de disolver metales como el oro y el platino o de superar la capa protectora de óxido en metales autopasivantes como el titanio o el tántalo. A diferencia de estos, la resistencia del iridio no decae con el aumento de la temperatura, un rasgo que lo diferencia incluso de campeones de la resistencia química como el tántalo, cuya capacidad se pierde por encima de los 150 °C, una temperatura apenas superior al punto de ebullición del agua (100 °C). Esta estabilidad térmica hace del iridio un material ideal para aplicaciones industriales que van más allá de la joyería, donde su elevado costo como metal noble se justifica por su durabilidad excepcional.
A temperatura ambiente, el iridio es virtualmente invulnerable, aunque ninguna sustancia es completamente inmune a todos los agentes químicos. En su caso, ciertas soluciones alcalinas, especialmente en estado fundido o cuando se aplican como sales bajo condiciones de calor, pueden atacarlo. Este fenómeno, común en metalurgia, ocurre porque el aumento de temperatura excita los átomos, facilitando reacciones químicas con elementos externos. Sin embargo, la capacidad del iridio para resistir la corrosión en una amplia gama de entornos extremos lo posiciona como un material de elección en sectores industriales y científicos, donde su nobleza química garantiza un rendimiento inigualable.
El iridio ha pasado por momentos de discreta gloria y por largas épocas de exclusividad técnica. Si bien hoy su nombre quizá suene asociado a las puntas de plumas estilográficas, esas antiguas aliadas de la escritura elegante, su empleo va mucho más allá de la papelería de lujo. Este metal, con más prestigio que el osmio o el renio pero sin llegar al reinado simbólico del platino, tiene un campo de acción limitado por su propia naturaleza: su dureza y fragilidad lo hacen inadecuado para muchas aplicaciones cotidianas, pero perfecto para aquellas en las que la resistencia extrema es un requisito absoluto.
En joyería, su papel suele ser el de un socio discreto pero eficaz. Como aleante en piezas de platino, incrementa la dureza y la tenacidad sin sacrificar el brillo ni la resistencia a la corrosión. El oro blanco, sin embargo, le es hostil: ambos metales son químicamente incompatibles y cualquier intento de combinarlos produce resultados mediocres. Donde sí puede aparecer es como recubrimiento, especialmente sobre oro blanco o plata esterlina, aunque en este terreno se le prefiere a menudo el rodio por su lustre más frío y reflectante, pese a que este último puede ser incluso más caro.
En la industria, su uso se restringe a contextos donde el coste no es un obstáculo y donde sus cualidades únicas justifican la inversión. En el sector químico, por ejemplo, se emplea en crisoles y utensilios que deben soportar condiciones corrosivas extremas. También actúa como dopante en superaleaciones de níquel, cobalto o combinaciones de ambos, mejorando propiedades mecánicas y térmicas sin riesgo de formación de carburos, un problema común en otras aleaciones duras que pierden resistencia con el calor. El ámbito militar lo ha empleado en componentes críticos como cabezas de misiles, y la NASA lo utiliza en piezas diseñadas para resistir tensiones extremas, tanto térmicas como mecánicas, donde el fallo no es una opción.
Su fama en la escritura fina nació a mediados del siglo XX, cuando las puntas de plumas de tinta se fabricaban con iridio por su dureza superior al acero y su resistencia al desgaste. La idea era sencilla: una buena pluma debía durar años, incluso décadas, y el iridio garantizaba que la punta soportara miles de trazos sin deformarse. Hoy los bolígrafos dominan el mercado, pero las plumas mecánicas sobreviven como símbolos de estatus y tradición, y aún es posible encontrar piezas de alta gama con puntas de este metal.
Fuera de estos contextos, el iridio es un metal exótico que vive más en el terreno de la curiosidad que en la vida diaria. Aparece ocasionalmente de forma nativa en la superficie terrestre, casi siempre acompañado por osmio, rutenio o platino. Compite con el osmio por el título de elemento más denso —un empate técnico en la práctica— y se le considera “extraterrestre” por su abundancia relativa en meteoritos metálicos. Su resistencia es legendaria, pero su fragilidad, paradójicamente, le impide ser maleable o dúctil como otros metales con estructura cúbica centrada en las caras. Su procesamiento industrial exige técnicas extremas, como la sinterización o el uso de hornos de haz de electrones en atmósfera inerte, lo que incrementa aún más su ya elevado precio.
Y si el oro parece escaso, el iridio redefine la palabra. Obtener un gramo de este metal implica tratar cantidades de material que harían que la minería del oro pareciera un pasatiempo ligero. Por eso, cuando se encuentra, ya sea en las profundidades geológicas o en un meteorito, el iridio no pasa desapercibido: es, sin exagerar, un invitado raro y valioso en cualquier escenario.